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Hay que callar si el lenguaje no alcanza, en la novela La mujer en el sepulcro de cristal de Eduardo Scott Moreno, el silencio ilumina, como lámpara de Diógenes, las zonas de oscuridad, ahí donde la episteme tampoco podría alcanzar y sin embargo, parece impregnar todo aquello que toca con su índice dorado de rey Midas, desde la profesora Carolina Urriolagoitia que mueve los engranajes de la materia que ella dicta, una destinada a capturar la esencia de la cosas, hasta Esteban el estudiante que la ama y que es, pensado por Scott, como un Aquiles perdido en la enormidad de una Atenea. Ahí también están Magdalena y Cristóbal sus compañeros perseguidos por la "mirada insidiosa del arte" y la duda constante, la interpelación a un mundo que brinda explicaciones al nivel del Tractatus Logico-Philosophicus de Wittgenstein, pero que cuando calla realmente puede volver a su esencia. Y claro está el silencio que huye de Nosferatu-Laertemius, esposo de Carolina, el demiurgo o cabeza parlante que bebe coñac y que desde su atalaya puede medir no solo la intensidad del deseo prohibido de su cónyuge, sino también al castigo que está reservado a los héroes mínimos que intentan subvertir el orden del destino.
En esta novela confirmamos nuevamente la solvencia narrativa del autor. Tenemos espacios absolutos en la búsqueda de la esencia, en la materia viva de eso que llamamos amor, uno que claro está se hace de la imposibilidad y también de esos silencios que están grabados en la espalda de la noche como esperando que una bala los fragmente en mil pedazos. Ese silencio que sale del hálito de la profesora y que se pierde en la boca de su joven amante con la fragilidad que tiene lo bello.
